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jueves, 5 de diciembre de 2019

Cementerio de lugares


No me refiero a los cementerios de verdad como los  de París, que albergan las tumbas de músicos insignes como Chopin, Poulenc, Grapelli o Petrucciani. En estos yacen los muertos bien identificados con sus bellas tumbas, y los visitantes leen  las inscripciones mientras los gatos acechan desde los sombríos panteones. Recientemente visité el cementerio central de Boston. Allí, los finados reposan en el anonimato porque el clima ha erosionado los grabados, y las lápidas no son más que piedras grises sin identificar. Sus habitantes son soldados que murieron durante la Revolución, extranjeros, patriotas americanos que dieron su vida en la batalla de Bunker Hill, y también está el compositor William Billing. Contemplar todas estas lápidas me hizo recordar a Debussy y a su pequeña obra “Pour un tombeau sans nom”.

Y hablando de muertos, me ha llevado el recuerdo a mis tiempos de estudiante en el Conservatorio de Las Palmas.  Se ha repetido muchas veces que en este habitan fantasmas de todo tipo.  Todos sostenían haber visto formas flotantes, que de repente se impregnaba el centro de olor a rosas, que los ascensores se accionaban solos, que se oían voces y que en las aulas sonaban los instrumentos sin que se diera la interacción humana. No recuerdo quién me contó, o dónde leí, que el fenómeno de las voces y los sonidos obedecía simplemente a una razón acústica, según la cual las ondas sonoras rebotaban permanentemente en las paredes, cosa que también explicaría, de ser cierta, el asunto de las psicofonías. 

Yo ensayaba en el aula 602, en un piano vertical marrón, y no creo exagerar si afirmo que durante mis tres últimos años de estudios aporreé ese piano durante al menos ocho horas diarias. Creo que si es correcta la afirmación del fenómeno acústico hay mucho de mí en ese aula, pero no sé si las ondas sonoras habrán permanecido rebotando en sus paredes durante veinte años. A mí me gusta pensar que sí, y que los alumnos que acuden a clase de solfeo en la 602 escuchan mi versión del Valle de Obermann de Liszt, del Etude para las sextas de Debussy, del concierto en fa de Gershwin o de la Prole do bebe, de Villa-Lobos (creo que fue tocando esta última que rompí un martillo de ese piano). 

Me pregunto si estas energías permanecen también en las casas en que he vivido en Madrid. Dicen que cuando te vas a vivir a una casa en la que han matado a alguien tarde o temprano te ves invadido por las energías negativas asociadas al crimen, aún cuando no sepas que ahí ha acontecido un evento de semejante magnitud. Hay quien sugiere que esta circunstancia debería estar tipificada en la ley de arrendamientos urbanos, y que el inquilino debería saber esto antes de aventurarse a vivir ahí. Donde yo he vivido he dejado música, ojalá los nuevos inquilinos se impregnen de las notas de las Suites Inglesas, de la maravillosa Opus 2 Número 3 de Beethoven o del Sposalizio de Liszt

No me inspiran los mismos sentimientos los lugares en los que he dado algún concierto aislado, las iglesias en que he tocado las Marchas Nupciales, o los convites en que he hecho alarde de un repertorio plagado de boleros, standards de jazz, canciones de películas o cualquier otro género que podría llamarse secundario. En estos lugares no he pasado el tiempo suficiente como para establecer un vínculo memorable y en el recuerdo no los contemplo más que como escenario de anécdotas divertidas, y muy bien pagadas. Sólo recuerdo con mucha intensidad un episodio singular que me ocurrió en un restaruante chino de San Francisco en que había un piano. Antes de cenar toqué “Someone to watch over me” de Gershwin, y una americana se apresuró a cantarla a mi lado. El dueño, entusiasmado, me ofreció trabajar para él, con contrato y gorra, pero rechacé la oferta y me volví a Madrid.

También quería, a su manera, que trabajara para él el dueño de una cafetería cercana a mi casa que había puesto un piano en mitad del local. Yo iba allí muy a menudo a tomar café y tarta de queso, y casi siempre tocaba unas cuantas canciones para el público, que aplaudía en las dos primeras y luego dejaba de hacerme caso para reconcentrarse en sus propios asuntos. No tocaba música clásica en este lugar, pero me gustaba, no esperaba que me pagaran nunca, y siempre repetía. La última vez que toqué allí fue en mi cumpleaños, no hace mucho, y recuerdo que toqué “New York State of Mind”, de Billy Joel. Creo que no la toqué muy bien. Poco después quise volver a tomar ese exquisito café y una porción de tarta de zanahoria, pero me encontré con que, de la noche a la mañana, el hombre había cerrado el local y había desaparecido… Miré a través del cristal y vi que no quedaba ni un solo mueble, ni las mesas, ni la barra, ni el piano, solo un cartel que anunciaba la disponibilidad del local. Me sentí mal al pensar en mis pobres notas, rebotando incesantemente entre esas paredes desnudas; no obstante, me encogí de hombros, caminé unos pocos pasos y entré a probar suerte en otra cafetería: el café era repugnante, y no he vuelto nunca más.