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viernes, 8 de junio de 2018

El Juicio Final de Antonio Salieri. Escena III

JUEZ: ¡Me aburre grandemente esta divagación estética, señor Salieri! estoy ansioso por conocer tu versión de los hechos acerca de la autoría del Réquiem, pues he de reconocer que tu defensa está siendo muy convincente, a la par que ilustrativa.


SALIERI: Yo no podría haberme atribuido la composición del Réquiem de Mozart, como mucho podría haberme adueñado de los fragmentos que llegó a terminar antes de morir, es decir, el Introitus, el Kyrie, gran parte de la Sequentia y ocho compases del Lacrimosa. Habiendo dejado inconcluso un encargo que prometía beneficios, la viuda hizo que el infeliz Süssmayr concluyera la obra, sin duda para poder entregar la partitura en el tiempo establecido y, como no, para cobrar los honorarios. ¿Y qué suerte ha corrido el nombre de Süssmayr? Un compositor más o menos brillante, cuya aportación a la historia de la música no reside en el reconocimiento de su propia obra, sino en las migajas que aportó al gran Réquiem de Mozart. ¿Qué ganó para sí mismo el pobre infeliz?

Sin embargo, ni él ni yo quisimos atribuirnos el Réquiem. Fue el astuto conde Walsegg quien lo pretendió, codicioso y embustero. Este noble encargaba obras a los compositores más audaces, y luego las estrenaba en su castillo haciéndolas pasar por suyas. Su joven esposa, Ana, había muerto, y él quiso conmemorarla con una gran misa de Réquiem. Fue un siniestro mensajero suyo quien llamó a la puerta de Mozart para hacerle el encargo. El conde Walsegg estrenó el Réquiem, poniendo su nombre en lugar del de Mozart, el 14 de diciembre de 1793.

Por lo tanto, Excelencia, habiendo hecho acopio de los acontecimientos históricos y de las evidencias científicas, le ruego que considere todas las acusaciones que pesan contra mí como falsas, abyectas y repugnantes, y me conceda, pues, la gracia de entrar junto con los bendecidos en el paraíso eterno. Mi música, por más que he tenido fervientes admiradores durante los siglos pasados, se ha visto ensombrecida por la de Mozart; ni siquiera aquéllos que han defendido mi inocencia con mayor intensidad han invertido mucho tiempo en escuchar mi obra, por oposición al que han dedicado a la de Mozart; en las estanterías de los melómanos de todo el mundo se amontonan las grabaciones integrales de las sonatas de Mozart, las Sinfonías y acaso alguien posee alguna versión digna de encomio de mi música instrumental o de mis óperas. ¿No es esto suficiente castigo para alguien que consagró su vida a la composición de música?

JUEZ: En efecto, señor Salieri, he escuchado con suma atención tus alegaciones, y en verdad que es hora ya de pronunciar sentencia, pues se amontonan los procesados tras esas puertas, y aún tengo innumerables causas que escuchar. Por lo tanto, y habida cuenta de las pruebas que has presentado, te declaro inocente de haber impedido el ascenso de Mozart con artimañas que fueran más allá de la razonable rivalidad entre músicos, inocente de haber envenenado a Wolfang Amadeus con Aqua Toffana o cualquier otro veneno disponible, e inocente de haber pretendido apoderarte de su Réquiem. Puedes atravesar la Gran Puerta y acceder al Paraíso, pues te lo has ganado justamente.

(Salieri hace una sincera reverencia y se retira por la Gran Puerta, escoltado por un séquito de ángeles)

Bien, según el listado ahora debería juzgar a un tal Rasputín, pero reconozco que este asunto de Mozart y Salieri me ha llenado de curiosidad, y también de una cierta indignación por el maltrato que ha sufrido este pobre músico italiano. Así que, sin que siente precedente, me saltaré el protocolo y llamaré a los personajes de este singular drama para proceder a su condena inmediata. ¡Que entre Pushkin inmediatamente! ¡Y que alguien me deje escuchar algo de la música de Salieri!

FIN DE LA ESCENA III. 




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