
Con poco, no obstante, nos conformamos los menos pudientes. Los amantes de la pintura han disfrutado de entradas gratuitas en los Museos Nacionales y en las salas de exposiciones. No pocas tardes me he refugiado del cálido asfalto entre los pasillos del Prado y los del Reina Sofía, paseando entre cuadrados coloridos y figuras imposibles. Varias referencias a la música he advertido, por cierto, en la obra de los cubistas, que pintaban instrumentos musicales por gozar todos ellos de geometrías peculiares. Violines, violonchelos, mandolinas, flautas y guitarras; todos estos instrumentos se encuentran en los lienzos de Picasso, Braque, Gris; descompuestos a fin de poder observar todos sus ángulos. A la salida de este museo, contrasta la visión apocalíptica de los últimos tiempos con la amena concurrencia que se da cita en las múltiples terrazas de la plaza de Atocha, al abrigo del arte y de la música, el centro Reina Sofía a un lado y el Real Conservatorio al otro.
En una de estas terrazas pasaba la tarde no hace mucho junto a unos compañeros instrumentistas, discutiendo animosamente sobre estos asuntos eternos que entusiasman a los músicos y aburren a todos los demás. Detractores y paladines de la interpretación historicista, del uso inadecuado de instrumentos antiguos en salas modernas; algunos mentaban los tratados clásicos de interpretación barroca, otros arremetían contra ellos, y ocasionalmente se trataban temas tal vez menos elevados pero sugestivos, como la sustracción de huesos del cráneo de Beethoven por el avispado doctor Seligmann, cuya reconstrucción incluyo, para deleite de los truculentos. Curiosa historia ésta, a la que tal vez en el futuro podamos dedicarle más espacio.
De estos asuntos, digo, discutíamos cuando el más aferrado defensor de lo historicista se escurrió en su asiento y ladeó cuanto pudo su cabeza, ocultándose de una señora algo achacosa que aún conservaba los ecos de una cierta altanería. Alarmados por este singular comportamiento quisimos conocer, curiosidad ineludible, qué problema tenía con la señora. "Problema ninguno", dijo, "esa señora es mi vecina del cuarto, es una viuda que pasa las horas muertas tocando el piano. Nos hemos cruzado a menudo en el portal, pero nunca habíamos ido más allá de un hola y adiós. El otro día la vi llegar cargando la cesta de la compra, y la ayudé a subirla hasta su puerta, la verdad es que me dio un poco de pena". No tiene nada de particular, le dijimos, que una mujer mayor viva sola en su casa y vaya a la compra, no es razón para tenerle pena, ni menos aún para esconderse de ella.
"Pues cuando le bajé el carro del ascensor y llegamos a su puerta", continuó el historicista, "le dije que aveces, los fines de semana, la oigo tocar, pero que no se lo decía porque me molestara, sino porque como soy profesor de piano, si algún día le surgía alguna duda me podía preguntar. Al oír que soy profesor de piano se entusiasmó y me contó una historia un poco triste. Al parecer la señora había nacido en un pueblito de la provincia de Zaragoza, no recuerdo bien si era Alhama de Aragón, y allí había pasado su infancia en un ambiente relativamente humilde; no mencionó que hubiera allí escuelas dónde se enseñara música, pero sí dijo que había un vecino de mediana edad que enseñaba a los chavales de primaria en una escuela del pueblo. Había montado con algunos alumnos un modesto coro, y además de dirigirlo lo acompañaba al piano. La niña era alumna de esta escuela y participaba en el coro, y no sé si por admiración al piano, o por admiración al profesor, se le metió en la cabeza que quería aprender a tocar. Era, según me dijo, lo único en que pensaba, en tocar el piano.

No es difícil imaginarse el desconsuelo con que la niña regresó a su casa. Con todo, allí permaneció el piano durante los años de su adolescencia hasta que ella también abandonó el pueblo para acceder a la Universidad. De su paso por la facultad no supe más que una conversación con una profesora, ya entrada en años, que al parecer también había estudiado en algún conservatorio, acerca de la posibilidad de traerse el piano del pueblo para recibir clases. La profesora, en uno de esos accesos de omnipotencia que en ocasiones invaden a las personas mayores, y mostrando una pedagogía un tanto arcaica, sentenció que asistiendo a la universidad por las mañanas, y estudiando las asignaturas por las tardes, no le quedarían, si acaso, más que dos horas para practicar piano, razones por las que lo mejor era olvidarse sin más; tal vez en otra reencarnación, le dijo.

Aplaudí su tenacidad y le reiteré mi ofrecimiento de disipar cualquier duda que pudiera tener sobre técnica o repertorio. No se preocupe joven, me dijo, que no le quiero molestar, aunque si yo supiera que tiene usted un poco de tiempo le pediría que tocara una pieza, sólo para que algo suene bien alguna vez en este piano. Naturalmente, ahora mismo si quiere. Y dicho y hecho. Me senté al piano -he de decir que estaba un poco desafinado y que el teclado presentaba un calado irregular- e interpreté el primer movimiento de la Sonata de Mozart en do mayor, K 330. La mujer permaneció en contenido silencio durante todo el primer tiempo; es algo respetuoso que no tiene nada de especial, pero cuando hube acabado ni siquiera se inmutó; al contrario, se quedó petrificada, con la mirada fija en algún punto extraño. Supuse que debía estar recordando su relación frustrada con el piano, su pasión inabarcable por la música, tal vez debía estar inmersa en alguna meditación profunda provocada por las notas de la Sonata. Di por concluido el recital y me levanté, pero de pronto salió de sus ensueños y clavó en mí aquellos ojos que antes habían estado tan ausentes. Se plantó entre donde yo me encontraba y la puerta de la casa, interponiéndose como un espartano feroz y me dijo, Joven (y este es el motivo por el que ahora me escondo), ¿le apetece a usted un Gin tonic?"
Escuchemos la Sonata de Mozart k 330, en la versión de un maestro, también con señora mayor escuchando atentamente.