
El caso es que un concierto de música clásica requiere un código de conducta muy bien establecido que, en principio, nadie debería descuidar, y consiste básicamente en que solistas o agrupaciones musicales ofrecen lo mejor de sí mientras la audiencia escucha y evalua en silencio, evitando o suprimiendo cualquier ruido que pueda perturbar el buen hacer de los artistas. Este acuerdo es una invención relativamente reciente. Nuestro sistema de escucha atenta y exclusiva no se daba en tiempos de Mozart, y parece probado que entonces la música podía ser interrumpida con aplasos, gemidos y aspavientos, sin que eso generase una perturbación particular en el discurso musical. Se trataría de algo parecido a lo que acontece en el mundo del Jazz, donde se aplaude al solista al término de su intervención mientras la música continua sonando.

Con Banister, pues, se inicia una lenta aproximación de la escucha musical profana al pueblo llano, y se establece esa especie de contrato tácito según el cual el público tiene que permanecer callado y quieto en sus butacas mientras escucha la música que le propone un conjunto profesional. Esto parece mucho pedir, y por eso se han desarrollado maneras de expresarse que, en cierto modo, son herencia de un pasado menos rígido y etiquetado: el uso del móvil, la narración instantánea a través de la red social, el cuchicheo, y la tos. Esta última es la que más se da entre la asistencia, pues de alguna manera el causante sabe que no se le puede reprochar tanto el toser como el usar un dispositivo electrónico.

Se ha observado, también, que se trata de un fenómeno contagioso, pues una simple tos aislada produce invariablemnte una reacción encadenada de toses de igual o superior intensidad. El psicólogo americano James Pennbaker afirmó en su trabajo "Perceptual and Environmental Determinats of Coughing" que "la gente es más propensa a la tos si oye toser a otros, y cuanto más cerca se encuentra una persona de alguien que tose, mayor es la probabilidad de que esta también lo haga". Por su parte, el citado Wagener ha observado los motivos por los que la gente tose en los conciertos: para expresarse sin la intención de producir un cambio significativo; para emitir un comentario sobre la calidad de la ejecución musical; o para compensar las estrecheces de una etiqueta sumamente estricta que obliga al personal a permanecer inmóvil y callado, y a posponer o suprimir algunas funciones vitales.
Sepan ustedes, amables lectores, y con esto ya concluyo, que escribo este texto en Madrid, en mitad de la vorágine causada por el estallido del famoso virus, la recalcitrante neumonía de Wuhan o Coronavirus, si se prefiere. Hasta hace pocas semanas, el asunto del toser no era considerado con demasiada severidad en ningún ámbito. Y así todo el mundo iba tosiendo a sus anchas sin poner parapetos ni medir consecuencias. Ignoro, pues, qué suerte correrá este hábito en el futuro, pero tengo la impresión de que, en adelante, el público se lo pensará dos veces antes de abandonarse a las toses en un concierto o un recital, por miedo de llevarse un buen sopapo de cualquier vecino de butaca, escarmentado, y temoroso de un rebrote de esta incómoda dolencia.