
Y hablando de muertos, me ha llevado el recuerdo a mis
tiempos de estudiante en el Conservatorio de Las Palmas. Se ha repetido muchas veces que en este habitan fantasmas de todo tipo. Todos
sostenían haber visto formas flotantes, que de repente se impregnaba el centro
de olor a rosas, que los ascensores se accionaban
solos, que se oían voces y que en las aulas sonaban los instrumentos sin que se
diera la interacción humana. No recuerdo quién me contó, o dónde leí, que el
fenómeno de las voces y los sonidos obedecía simplemente a una razón acústica, según
la cual las ondas sonoras rebotaban permanentemente en las paredes, cosa que también
explicaría, de ser cierta, el asunto de las psicofonías.
Me pregunto si estas energías permanecen también en las
casas en que he vivido en Madrid. Dicen que cuando te vas a vivir a una casa en
la que han matado a alguien tarde o temprano te ves invadido por las energías
negativas asociadas al crimen, aún cuando no sepas que ahí ha acontecido un
evento de semejante magnitud. Hay quien sugiere que esta circunstancia debería
estar tipificada en la ley de arrendamientos urbanos, y que el inquilino
debería saber esto antes de aventurarse a vivir ahí. Donde yo he vivido he
dejado música, ojalá los nuevos inquilinos se impregnen de las notas de las
Suites Inglesas, de la maravillosa Opus 2 Número 3 de Beethoven o del
Sposalizio de Liszt…

También quería, a su manera, que trabajara para él el dueño
de una cafetería cercana a mi casa que había puesto un piano en mitad del
local. Yo iba allí muy a menudo a tomar café y tarta de queso, y casi siempre
tocaba unas cuantas canciones para el público, que aplaudía en las dos primeras
y luego dejaba de hacerme caso para reconcentrarse en sus propios asuntos. No
tocaba música clásica en este lugar, pero me gustaba, no esperaba que me
pagaran nunca, y siempre repetía. La última vez que toqué allí fue en mi cumpleaños,
no hace mucho, y recuerdo que toqué “New York State of Mind”, de Billy Joel.
Creo que no la toqué muy bien. Poco después quise volver a tomar ese exquisito
café y una porción de tarta de zanahoria, pero me encontré con que, de la noche
a la mañana, el hombre había cerrado el local y había desaparecido… Miré a
través del cristal y vi que no quedaba ni un solo mueble, ni las mesas, ni la
barra, ni el piano, solo un cartel que anunciaba la disponibilidad del local.
Me sentí mal al pensar en mis pobres notas, rebotando incesantemente entre esas
paredes desnudas; no obstante, me encogí de hombros, caminé unos pocos pasos y
entré a probar suerte en otra cafetería: el café era repugnante, y no he vuelto nunca más.