No creo andar muy falto de razón al sugerir que todo melómano querría, en alguna etapa de su vida, asistir, al menos una vez, a un ensayo general. Habituado a las magnitudes de los auditorios, el oyente se siente prisionero de la turba, su ovación no pertenece al sentir individual, sus bravos se solapan en la barahúnda, y sus emociones -de llegar a experimentarlas como propias- se comparten con las de sus vecinos: nada es suyo, al cabo. En el proceso de la exaltación colectiva uno siente una suerte de Participation Mystique en que el sonido de su entorno se confunde con su propio pensamiento, como si uno y otro proveniesen del mismo sitio, privando a cada cual del gran logro de su individualidad.
Terrible drama éste el del asiduo a los conciertos -qué solaz la escucha solitaria y silenciosa del que se retira a su dominio y, cuidadosamente, escoge al compositor y al intérprete que habrán de dirigirse sólo a él-; terrible tragedia la de compartir los segmentos de una sinfonía con oyentes taciturnos, indolentes y achacosos: ora una tos salivosa viola intempestiva los pasajes más quedos de un Adagio Sostenuto, ora el zumbido de un teléfono irrumpe salvajemente como el turco Mehmet en los delicados contrapuntos de una Pasión de Bach. Así es que cuando a uno se le brinda -como a mí- la oportunidad de asistir a un ensayo general no ha de decir nunca que no.
Debo, a este respecto, una esmerada gratitud a mi amigo Manuel, excelente tenor y profesor de canto, que sin mayor propósito que el de mi regocijo, me invitó a asistir a un ensayo general en el Auditorio Nacional, con motivo de un concierto que días después la orquesta y el coro esperaban ofrecer en Granada. Al igual que Virgilio en los pasajes del purgatorio dantesco, mi amigo me fue guiando a través de los soterrados recovecos, por los pasadizos y las estancias donde los músicos estudian sus pentagramas, los camerinos, y la escandalosa venta en que toman sus viandas antes o después de la actuación... Y tras varias vueltas por los retorcidos subterráneos vinimos a salir por donde los solistas entran a escena, encarándose como feroces espartanos a la amenaza del patio de butacas.
"Tú ponte por ahí", me indicó mi amigo, señalando a un lugar cualquiera en ese patio, "ponte cómodo en la butaca que más te guste, ahí te dejo un programa del concierto y disfruta todo lo que puedas, que hoy vamos a tocar el concierto para ti". Y con tal propósito abandoné el escenario en que ya los artistas, situados, aguardaban impacientes la entrada del director. La cual ocurrió tan pronto hube tomado asiento en la butaca que mejor me convino, desde la que tuve mejor perspectiva del conjunto y hacia la que, indefectiblemente, en un momento u otro habrían de confluir todas las miradas.
El maestro, disuelto el hábito severo que le es tan propio a los directores, amonestó breve y amablemente a los músicos por su continuo guirigay, exigió respetuoso silencio, y alzó la batuta, iniciándose con ello el ensayo general. Y respondió la formación con sus mejores virtudes al servicio de la inmensa partitura... la entrada de unos metales disonantes en pianísimo, seguida de la aparición paulatina de un coro atípico, las solistas entregadas en un tiránico ejercicio de intervalos y timbres imposibles. Al poco todo el grueso orquestal y el coro se regalaron a un intenso frenesí sonoro... y todo esto sólo para un auditor, el humilde y recogido músico apostado en la oscuridad de las butacas... Todo aquel enorme discurso musical aconteciendo solamente para mí, ningún colega con quien comentar las audacias de los instrumentistas, ninguna tos atronadora, ningún sobresalto de otro oyente con quien dividir la magna experiencia. Por fin la música era enteramente mía, por una vez no tenía que compartir mis ovaciones con las de la multitud resuelta al sabotaje...
Pero entonces comprendí que la formación interpretaba un Réquiem, pero no el Réquiem optimista y esperanzador de Johannes Brahms; ni un Réquiem compasivo y emotivo como el de Fauré. El Réquiem que los músicos tronaban para mí no era otro que el más terrorífico, el más siniestro y despiadado, el Réquiem de Ligëti, la misa de difuntos surgida de los oscuros recuerdos de un campo de concentración, la Muerte sin delicadezas, severa y áspera, cantaba sus condenas a los únicos oídos que en la inmensidad del auditorio se encontraban expectantes... y entonces me arrepentí de mi soledad, y busqué con la mirada la complicidad de otro ser que, como yo, se hallase perdido entre las butacas del patio. Y no lo encontré. Y mientras el Réquiem lanzaba iras, amenazas y quebrantos, no pude más que deslizarme en la butaca y escurrirme hacia el suelo, encogiéndome en mí mismo, asustadizo, como se encoge la infeliz gacela antes de ser despedazada por las hienas.
"Tú ponte por ahí", me indicó mi amigo, señalando a un lugar cualquiera en ese patio, "ponte cómodo en la butaca que más te guste, ahí te dejo un programa del concierto y disfruta todo lo que puedas, que hoy vamos a tocar el concierto para ti". Y con tal propósito abandoné el escenario en que ya los artistas, situados, aguardaban impacientes la entrada del director. La cual ocurrió tan pronto hube tomado asiento en la butaca que mejor me convino, desde la que tuve mejor perspectiva del conjunto y hacia la que, indefectiblemente, en un momento u otro habrían de confluir todas las miradas.
El maestro, disuelto el hábito severo que le es tan propio a los directores, amonestó breve y amablemente a los músicos por su continuo guirigay, exigió respetuoso silencio, y alzó la batuta, iniciándose con ello el ensayo general. Y respondió la formación con sus mejores virtudes al servicio de la inmensa partitura... la entrada de unos metales disonantes en pianísimo, seguida de la aparición paulatina de un coro atípico, las solistas entregadas en un tiránico ejercicio de intervalos y timbres imposibles. Al poco todo el grueso orquestal y el coro se regalaron a un intenso frenesí sonoro... y todo esto sólo para un auditor, el humilde y recogido músico apostado en la oscuridad de las butacas... Todo aquel enorme discurso musical aconteciendo solamente para mí, ningún colega con quien comentar las audacias de los instrumentistas, ninguna tos atronadora, ningún sobresalto de otro oyente con quien dividir la magna experiencia. Por fin la música era enteramente mía, por una vez no tenía que compartir mis ovaciones con las de la multitud resuelta al sabotaje...
Pero entonces comprendí que la formación interpretaba un Réquiem, pero no el Réquiem optimista y esperanzador de Johannes Brahms; ni un Réquiem compasivo y emotivo como el de Fauré. El Réquiem que los músicos tronaban para mí no era otro que el más terrorífico, el más siniestro y despiadado, el Réquiem de Ligëti, la misa de difuntos surgida de los oscuros recuerdos de un campo de concentración, la Muerte sin delicadezas, severa y áspera, cantaba sus condenas a los únicos oídos que en la inmensidad del auditorio se encontraban expectantes... y entonces me arrepentí de mi soledad, y busqué con la mirada la complicidad de otro ser que, como yo, se hallase perdido entre las butacas del patio. Y no lo encontré. Y mientras el Réquiem lanzaba iras, amenazas y quebrantos, no pude más que deslizarme en la butaca y escurrirme hacia el suelo, encogiéndome en mí mismo, asustadizo, como se encoge la infeliz gacela antes de ser despedazada por las hienas.