martes, 15 de noviembre de 2011

Historia de un concierto

     Es habitual que el asiduo a los conciertos de música clásica se las vea con los adictos a la tos, al teléfono móvil y a los caramelos. En tiempos remotos las convenciones no eran tan estrictas como ahora; la gente aplaudía libremente entre movimientos de una sinfonía sin que ello motivase una ola de abucheos, y aún interrumpía al concertista cuando el tema de una sonata era de su agrado para solicitar una repetición; los conciertos no siempre tenían el carácter monográfico que poseen actualmente, y así en un mismo recital lo mismo tocaba Liszt una Rapsodia Española que acompañaba al piano a algún cantante; también las obras compuestas de varios movimientos sufrían notables amputaciones, como las que perpetraba Clara Schumann. Hoy en día son muchos los que se escandalizan cuando un solista no toca de memoria, aunque proliferan los retratos de compositores que interpretan su obra con la partitura.  

     Hay que admitir que en ningún sitio más allá de las salas de conciertos se muestran sus responsables tan libertinos con los infractores; pruébese a mantener siquiera la más fugaz de las conversaciones vía móvil en una galería de pintura, para sufrir al punto la severa reprimenda de los celadores y ser invitado, con mucha cortesía, a abandonar la sala. Tal cosa no ocurre en los conciertos; las más de las veces nos topamos con personas que tosen impunes, con teléfonos  que suenan a deshora, y con niños y mayores que desenvuelven caramelos en mitad de una obra, sin mostrar el menor respeto, no ya por el intérprete, sino por su prójimo. Esta es una situación que se da mucho en los conciertos, y es por haberla sufrido recientemente que me ha venido a las mientes el recuerdo de una singular historia.

     Creo haber hablado en alguna ocasión de un amigo músico de orientación historicista, esto es, a grandes rasgos, de los que suponen que la interpretación de una obra es idiomática cuando se dan las mismas condiciones que se observaban en el momento de su concepción. Este es un criterio según el cual, por ejemplo, las obras de Bach escritas para teclado no han de interpretarse al piano, pues tal instrumento no existía en esa época. Una exageración de este criterio obligaría a tocar la música de Chopin en un piano Pleyel, y no en un Steinway.

     Este amigo mío, a quien en adelante llamaré por su nombre, Juan Luis, fue durante un tiempo uno de los críticos musicales de la revista "Motete", una pequeña publicación de financiación privada y de carácter semanal que desapareció hace años, como no, por falta de fondos. Dada su condición de crítico le era muy fácil hacerse con entradas para  las mejores salas de Madrid, y como las recibía a pares me invitaba siempre a acompañarlo. A esto yo accedía con mucho gusto, y no fueron pocos los buenos conciertos que disfruté  a su costa, hasta que pronto comenzamos a notar que entre el público había alguien que, sistemáticamente, desenvolvía caramelos en mitad del concierto. La primera vez fue durante un recital de Sonatas para piano de Mozart, en concreto durante el inicio de la Fantasía en do menor que precede, tradicionalmente, a la Sonata KV. 457. Ahí estaba el pianista afrontando la tensión de las primeras notas de esta Fantasía, y de fondo el interminable traqueteo del envoltorio de un caramelo, oculto entre las sombras del patio de butacas.   Te digo que si supiera quién es el del caramelito -se quejaba todo el rato Juan Luis-, se lo haría pagar.

     La oportunidad para resarcirse se le presentó a mi amigo, más hábil que yo para la discusión y  el conflicto, en el siguiente concierto de abono. Ocupamos nuestros asientos y nos dispusimos a escuchar un recital de violonchelo y piano, de la mano de dos músicos franceses. Entre el repertorio se encontraba la maravillosa Sonata de Poulenc, que nunca había escuchado en concierto, y por la que ambos sentíamos una profunda admiración. Y tan pronto comenzó el segundo movimiento, la sobrecogedora, lenta y dramática Cavatina, se dispararon por todo el auditorio los estruendos del dichoso caramelito. Esto es el colmo -susurré a Juan Luis. No te preocupes -contestó-, que nos lo va a pagar caro; y dicho esto sacó del bolsillo un  puntero láser, y lo dispuso de cara al malhechor, con las claras intenciones de ridiculizarlo ante todo la asistencia. A la luz del puntero pudimos verle la cara, y no resultó ser, como esperábamos, un señor mayor aquejado de bronquitis, sino una despampanante pelirroja en los años más floridos de su juventud. Que no se crea esta -sentenció Juan Luis-, que va a salir de aquí sin que yo le dé la charla.

     Como he reconocido, poco dado al enfrentamiento, al término del concierto decidí no participar en la reprimenda y dejé a Juan Luis apostado a la salida, esperando ansioso a la muchacha pelirroja para desquitarse con ella. Es que ya está bien, hombre -se quejaba visiblemente afectado-, alguien tiene que remediar esto del caramelito en todos los conciertos, uno detrás de otro, todas las semanas, ya está bien. Y una vez que se hubo desahogado de esta forma me marché, con la sensación de que con mi huida me estaba ahorrando una escena muy desagradable, pues mi amigo es de esos que dicen tener "mucho carácter". Ya me llamas y me cuentas, concluí.

     Sin embargo no recibí ninguna llamada para asistir al siguiente concierto. Al principio pensé que, por alguna razón, se había suspendido la publicación del semanario, pero cuando al lunes siguiente leí la crítica del concierto firmada por Juan Luis, comprendí que esta vez no me había invitado. Tal vez se trataba de un castigo por haberlo abandonado a su suerte, habiéndome quejado del molesto caramelo tanto o más que él; o tal vez esperaba que fuera yo quien, por una vez, lo llamase a él para ir al concierto. Cualquiera que fuese la razón, la realidad es que ya nunca más volvió a contar conmigo para que lo acompañase, si bien seguíamos viéndonos en otras fiestas comunes con otros conocidos de la música. El nunca me hablaba de los conciertos, y yo nunca le preguntaba, y así nos evitábamos una conversación incómoda.

      Transcurridos varios meses, un día leí en un avance de la programación mensual que en la misma sala un reconocido pianista iba a ofrecer un recital de obras de Liszt, entre las cuales se encontraba una con la que entonces me estaba enfrentando, con poco éxito, y curioso por ver cómo este pianista resolvía algunas dificultades de la pieza, compré la entrada y me dispuse a acudir a este concierto, no sin antes proveerme yo también de un puntero láser, por si acaso la muchacha de los "cabellos de lino" seguía mostrando su afición por los caramelos. El concierto, pues, comenzó con una serie de preludios y fugas del libro primero del Clave bien Temperado,  interpretación muy aplaudida pese a algunas licencias en la elección del tempo. Estas decisiones del pianista me indujeron a pensar en Juan Luis, pues tenía al respecto del tempo en la obra de Bach unas ideas muy estrictas. Probablemente lo va a poner a caldo, me dije. Sin embargo la silla que le correspondía en su palco habitual estaba vacía, por lo que supuse que esta vez no había podido asistir.

     Y tras los aplausos, por fin, el pianista se dispuso a interpretar la obra que más me interesaba, el Valle de Obermann, basada en la novela de Etienne de Senancour, que Liszt tuvo ocasión de leer durante su viaje a Suiza, y que incluyó en el  segundo libro de sus "Années de Pèlerinage". Una colosal arquitectura musical, una de las mejores páginas del piano romántico estaba cobrando vida en las manos de un pianista genial; de la tranquilidad contemplativa a la furia tempestuosa de acordes y trémolos brillantes, y tras la impetuosa tormenta se anunciaba de nuevo la calma, el momento más quedo y expresivo de toda la pieza, brillantemente enmarcado en la tonalidad de Mi Mayor, la más profunda meditación humana llevada a la música... y de pronto, como emergiendo de las profundidades del infierno, el ineludible sonido de un envoltorio de plástico se elevó por encima de las notas, inundando hasta el último recodo del auditorio. No lo dudé ni un solo instante, con mano firme y bien resuelta saqué mi puntero láser y lo dirigí, inefable, hacia el lugar de donde provenía la terrible interferencia. Y allí estaba él, el crítico, el paladín de lo historista, el mayor inquisidor del panorama musical, desenvolviendo un caramelo mentolado y depositándolo, muy suavemente, entre los carnosos labios de la muchacha pelirroja.


Algún amable internauta ha dejado en la red un video de una hora de duración que muestra al pianista Alfred Brendel interpretando los Años de Peregrinaje, de Liszt, cuaderno en que se encuentra la citada obra Valle de Oberman; lo escuchamos en el minuto 26,34; aunque todo el video merece la pena.



La Cavatina de la Sonata para violonchelo y piano de Poulenc:



La Fantasía en do menor de Mozart, interpretada al fortepiano:

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